sábado, 23 de octubre de 2010

Cita con el mundo en el aula número 2

En su libro 'Ventanas de Manhattan', Antonio Muñoz Molina me descubrió hace ya unos pocos años la existencia del Centro Internacional en la calle 23, cerca de ese maravilloso edificio con forma de plancha junto a Madison Square Park, el Flatiron Building.

Fundado en 1961, el centro lo confoman inmigrantes, refugiados, estudiantes y recién aterrizados en la ciudad, buscando mejorar su inglés y conocer más sobre el sistema y la cultura americana.

De alguna forma sabía que cuando finalmente me decidiera a unirme al centro y comenzar las clases, me arrepentiría de haber caído por tanto tiempo en los brazos de ese demonio llamado desidia, y que aquí es más conocido como 'procrastination'.

He de reconocer que quedé un poco decepcionada con la primera clase, pero al mismo tiempo recuperé ese entusiasmo que los primeros días del otoño y los más de tres años en esta ciudad, parecen haberme robado sin pedir permiso.



Sofia de Polonia, Suejin de Corea, Atsushi de Japón, Pavlo de Ucrania y Geisha Torres de Venezuela han sido sólo las primeras personas con las que intercambié esa curiosidad infinita por acumular historias detrás de rasgos que te trasladan a culturas tan remotas como accesibles, cuando tienes el privilegio de vivir en este mundo en pequeñito llamado New York City.

1500 alumnos de 99 nacionalidades diferentes. Ahí es nada... Creo que la cafetería del centro va a ser para mi un extraordinario museo vivo de antropología moderna donde por fin espero engullir hasta hartarme no sólo clases de inglés, sino conversación con todos aquellos que estén dispuestos a compartir junto al café en vaso de cartón (casi he olvidado como sabe cuando te lo sirven en taza), historias, sueños, decepciones y esperanzas venidas desde los rincones más insospechados del planeta.

sábado, 28 de agosto de 2010

Nueva York, como la primera vez....

Mencionaba Antonio Muñoz Molina en su libro 'Ventanas de Manhattan' lo especial de redescubrir la ciudad a través de los ojos de quien desembarca en esta jungla de sensaciones por primera vez.

Siempre me entristece pensar en mi entusiasmo domesticado por el tiempo, por la sucesión de imágenes repetidas y por la batalla diaria contra los sinsabores cotidianos que no afectan a los visitantes, pero sí a los residentes.

Estoy a unas horas de recibir la visita de mi hermana y su novio. Con ellos viene alguien más que nunca a visto la ciudad en directo, con sus olores y sus vibrante actividad, con su mezcla de moderno y cochambroso, de jóvenes llenos de ambición y de sueños mezclados con gentes de mediana edad cansados de un ritmo trepidante que ya no es tan excitante cuando los años pasan. La ciudad con el colorido de sus calles, llenas de ojos rasgados, pieles coloreadas en todas sus gamas, indumentarias tan rocambolescas como completamente ancladas en lo más profundo de las tradiciones. La ciudad de las mil lenguas, los mil colores y los mil sabores. Un fascinante mundo en pequeñito donde en el mismo restaurante donde desayuna Susan Sarandon, quien friega los platos al fondo de la cocina llegó un día de Indonesia, pero puede hablar mejor que yo del Tratado de Tordesillas. ¿Quién de los dos tiene una historia más fascinante detrás?, no sabría decir.

En definitiva, la ciudad que no deja de sorprenderme aunque no sea con la misma intensidad que cuando llegué, se mostrará en unas horas tan majestuosa como caótica, tan fascinante como agobiante ante un nuevo par de ojos que ójala brillen como los de un niño la mañana de reyes. Porque en definitiva ¿qué es Nueva York si no un regalo para la mente y para los sentidos de todo el que decide perderse por su multiplicidad infitita?.

sábado, 21 de agosto de 2010

De fuentes para perros y otros privilegios cotidianos

En Madrid hace muchos, muchos años que las fuentes no forman parte del mobiliario urbano. No voy a entrar en el por qué cuando tienes sed ya no hay forma de echar un trago sin echar primero mano al bolsillo. La cuestión es que hoy, montando en bicicleta por el impoluto, mega pijo y extremadamente blanco Hoboken (pueblo en el que creció Frank Sinatra cuando no querías perderte por sus calles a la caía de la luz), voy y me encuentro una fuente.

Hasta ahí todo normal si no fuera porque mientras que tú bebes agua, tu perro puede hacer lo propio en su fuente para perros. No es que me sorprendiese, en un lugar donde si dices que no te gustan los perros te miran como si hubieses matado a alguien, es sólo que me pareció una prueba más de lo loco que está este mundo.




No tengo nada en contra de que los pobres perros beban agua, pero mientras en Hoboken tu mascota se refresca y al otro lado del río, se celebra la Pet´s Fashion Week de Nueva York (sí, has leído bien, la semana de la moda para mascotas. Lo siento, !eso sí que tiene delito!), resulta que leo que casi 1000 millones de personas en el mundo carecen de acceso a agua potable limpia y sana. En países en vías de desarrollo enfermedades transmitidas por el agua, provocan la muerte de 5 millones de personas al año y de una media de 6.000 niños al día.

Una vez más puedes haber nacido perro en Hoboken, o niño en digamos... Sudán y qué diferente puede ser tu historia. Yo que me considero privilegiada, no pertenezco ni a uno ni a otro lugar. Nací en Madrid donde ya no quedan fuentes ni muchas otras cosas, y ahora tengo la gran suerte aunque sólo sea por la experiencia, de vivir Estados Unidos. Desde aquí más y más me doy cuenta de lo privilegiados que son muchos de los ciudadanos de este país (por no hablar de sus mascotas). Cada día me pregunto en qué medida son conscientes de ello.

sábado, 17 de abril de 2010

Escápate de una isla; piérdete en otra.

¿Qué hacer cuando una isla como Manhattan te supera?... Opción altamente recomendada: escápate a otra isla y dedica tu tiempo libre a comparar como un mismo término geográfico puede servir para definir extremos completamente opuestos.

Tres días en Block Island han sido uno de esos bálsamos casi imprescindibles para sobrevevir al ritmo de la ciudad. Cómo en toda gran urbe de repente encuentras que lo que fascina a turistas y recién llegados, es lo que quieres perder de vista aunque sea sólo por unos días. Así puse rumbo al norte de la excitante/extenuante Gran Manzana llegando al estado de Rhode Island (al parecer, el más pequeños de todo Estados Unidos). Desde allí, 55 minutos en ferry adentrándonos en el Océano Atlántico me separaban de mi otra isla. La isla donde las comparaciones se convirtieron en un juego de contrarios del que era imposible escapar (eso sí, he de reseñar, en temporada baja). Así cambié...

>> El autobús y el metro en hora punta por la bicicleta en serpenteantes carreteras y caminos donde ráramente te cruzabas con un coche.


>> El sonido de las ambulancias y de los coches de bomberos, por la intermitencia permanente que en la lejanía avisa a los barcos cuando están aproximándose a la costa.

>> El murmullo constante del tráfico nocturno, por un ensordecedor concierto de grillos y demás insectos colándose por la ventana y compitiendo con el vaivén del mar.

>> El perfil de una isla llena de rascacielos por casas aquí y allá salpicando laderas y asomándose al mar desde lo alto de los acantilados.



>> El paso siempre rápido de los incansables oficinistas por las calles de Midtown, por el ritmo sin reloj de los locales de una isla donde los "deadlines" son cosas de películas.

>> Cambié el sandwich delante del ordenador por una fuente de mejillones frescos, mermelada de tomate casera y cerveza elaborada con clavo y canela.

>> Cambié el ritmo frenético de la gran ciudad por el paso pausado y delicioso de otras formas de vivir.

¿Quién se atreve a juzgar quién vive mejor? ¿Podría alguien acostumbrado a la Gran Manzana o a cualquier otra gran ciudad, vivir un año entero en una pequeña isla en el Atlántico? ¿Y viceversa?

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sábado, 3 de abril de 2010

`Noodles´ con sabor a tristeza

13.00 horas de un domingo cualquiera en Manhattan. Para ser más preciso, primer domingo después del largo invierno en el que la ciudad huele a primavera. Upper West Side, 58 grados y grupos de jóvenes hambrientos de ‘brunch’ y de exhibicionismo se arremolinan a las puertas de restaurantes en los que para conseguir una mesa, hay que hacer cola. A nadie le molesta, el sol lo pinta todo de color de rosa.

Entro con mi pareja en un restaurante tailandés que dejó en mi recuerdo y en mi paladar sensaciones de tal deleite que casi estoy dispuesta cruzar el Hudson a nado sólo para dejarme sorprender por el siempre espectacular ‘Today´s special’ (Especial del día).

Esta vez mi comida fue sin embargo agridulce. Nada tuvo que ver con los exóticos sabores asiáticos, sino con los ojos de una niña de unos 10 años que desde unas mesas más allá, me miraba de reojo sobre la montura de sus gafas de pasta azul, ligeramente caídas, en un gesto de triste solidaridad con el ángulo cabizbajo y apesadumbrado de su cabeza.

Frente a ella, una señora a la que supuse su madre, con manicura y peluquería impecables, manejaba con igual destreza los palillos del plato que el teclado del ordenador portátil que sostenía sobre sus rodillas como un complemento más de su indumentaria. Ligeramente ladeada en su silla y con los auriculares conectados al ordenador, yo me preguntaba en qué momento olvidó la presencia de su hija en la silla de enfrente.

Con un auricular en cada oído, los dedos volando por el teclado y la mirada completamente absorta en la pantalla, los minutos pasaban y mientras yo disfrutaba de mi especial tanto como del placer de poder compartir ese momento con alguien, los ojos de la pequeña revoloteaban de mesa en mesa en silencio, con la mirada lánguida mientras enrollaba con el tenedor los ‘noodles’ más tristes que alguien pueda comer: los que se comparten con alguien sentado en tu misma mesa y que comparte a su vez su plato con la adicción a la tecnología, la adicción al trabajo o ambas al mismo tiempo. En definitiva, una forma de comportamiento humano adulto que no entiendo y que me llenó de tristeza.

¿Dónde quedó en esa mesa el tiempo para saborear de la comida? ¿Y el tiempo para conversar con su hija? ¿Y el tiempo para disfrutar de una radiante mañana de domingo?. Supongo que se quedó disperso entre las teclas del ordenador o volatilizado en las ondas hercianas del espacio virtual.

Unas horas más tarde en una librería captó mi atención el título de un de un autor llamado Jaron Lanier: ‘You are not a gadget’ (‘No eres una máquina’) y su frase gancho para la reflexión: “What happens when we stops shapping technology and technology stars shaping us?” (¿Qué pasa cuando dejamos de manejar a la tecnología y la tecnología comienza a manejarnos a nosotros?). Esta historia no sería más que una de las respuestas…